21 nov 2008

La relación vampirizante

La particular cadena de relaciones afectivas conceptualizada por Piera Aulagnier podría soportar un eslabón más. Es el que nosotros definimos como relación vampirizante. Como la pasión, se caracteriza por ser también asimétrica, ya que no hay reciprocidad en los intercambios entre vampiro y vampirizado. Este último no siempre parece tener necesidad de esa relación que para el otro es vitalmente imprescindible. Además, mientras la víctima se empequeñece y vacía, el vampiro se fortifica y la persona vampirizada, aunque no haya estimulado el vínculo, no tiene fuerzas para librarse de él. Queda a merced de su victimario en una actitud pasiva que de ningún modo debe ser calificada de masoquista porque no le brinda placer sino, por el contrario, un extremo dolor. La pasividad de su conducta se debe a que no tiene o cree no tener otra alternativa que la de someterse al vampiro. A veces él - mentirosamente - le promete algo en lo cual ella necesita creer: la amará para siempre, más allá de la muerte y la protegerá de todos y de todo. Ingenua y carente de autonomía, la persona vampirizada desconoce las verdaderas intenciones del vampiro. Por eso se entrega a él. Cuando descubre la verdad - él no sabe amar - ya es tarde: le ha absorbido todas sus energías y ella se ha desvitalizado.

Por otra parte, como quien enferma o sueña, la víctima se repliega, se recluye dentro de sí e intenta catectizar su cuerpo y su self como forma de recuperar las energías perdidas. Es un recurso narcisista, una defensa que posee el yo. Debido a esta introversión de la libido, la persona vampirizada va perdiendo la capacidad de amar porque no tiene resto para los otros. Freud decía que el que no ama enferma, y Norberto Marucco agrega que aquel que ama a un muerto se descapitaliza, porque éste no devuelve nada. Además, y como ya lo hemos visto en otros contextos, al estar inmersa en una relación que contamina, la víctima puede transformarse ella misma en vampiro, como sucedió con Erzsébet.

Tanto la persona vampirizada como la que se vincula con pasión a otra, se empobrecen y sufren. La primera, por ser objeto de un amor enfermizo y la segunda, por vincularse a otro a expensas de su amor propio. También se parecen en la imposibilidad que tienen de vivir sus propias vidas, ya que en ambos casos se trata de un Yo que es vivido por otro. Cuando el vampiro vuela seductoramente sobre su víctima, persistiendo en el seguimiento, se asemeja a la persona que padece una pasión amorosa. Mas el parecido es solo aparente: el vampiro no sufre. Se mueve mecánicamente, como aquella Doncella de hierro utilizada por Erzsébet para extraer sangre de sus víctimas. El vampiro, muerto en vida, aprende a desembarazarse de cualquier sentimiento que sea displacentero o que pueda provocarle displacer, dolor, tristeza, amor. Por eso es insensible, mientras que la víctima siente por los dos. El vampiro, cruelmente, actúa con una absoluta falta de consideración con sus víctimas, con las cuales es incapaz de identificarse. Es, asimismo, particularmente oportunista: acecha la ocasión que le sirva para beneficiarse y actúa solamente según su propia conveniencia. Por consiguiente, es un parásito, dueño de un narcisismo soberano y patológico.

En cuanto a la permanencia y duración del vínculo vampirizante, no hay una sola forma. Hay vampiros que, como dice Le Fanu, "aniquilan a su víctima en un solo festín". Así era Erszébet con las jóvenes a las que sacrificaba. Otros, se alimentan una y otra vez de la persona a la que vampirizan, hasta que ésta logra rebelarse o muere por debilidad o suicidio.

Para poder nutrirse de ella, el vampiro debe mantener a su víctima aislada lo más posible del mundo exterior. Él, en cambio, revolotea libremente por ese mundo, siendo con frecuencia una persona sociable y hasta simpática, porque tiene que ir calculando en dónde están las próximas víctimas.

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